Richard Carapaz lanza su candidatura ganando la 11ª etapa del Giro de Italia
El ecuatoriano se impone un día de media montaña en el que Isaac del Toro, segundo, refuerza su maglia rosa con 6s de bonificación


Arbustos de arándanos, buscadores de setas a la caza del hongo campeón, y, a la luz de la luna, su diosa, druidas que recogen muérdago en la Pietra Bismantova, más un gran navío varado en medio de los Apeninos que una montaña al revés, base estrecha, gran meseta su cima, y sobre esa piedra ubicó Dante su Purgatorio, antesala del paraíso que edifica Richard Carapaz en bicicleta, su resurrección y victoria.
Las nubes se oscurecen y se agolpan y caen gruesas gotas de lluvia, anuncian en la RAI interrumpiendo momentáneamente su glosa del queso parmesano de montaña, lo más de lo más, qué aromático, que se produce con la leche de las vacas que pastan bajo la piedra junto al muérdago y los hongos, cuando una exhalación adelanta por la izquierda, pegada las vallas, anchísima curva radiante, a todos los grandes del Giro, los UAEs soberbios, Pello Bilbao que tira de Tiberi, Ciccone, y todos le miran al ecuatoriano como se mira un fenómeno astronómico o una ola gigantesca, paralizados y boquiabiertos. También Egan Bernal, también damnificado en la contrarreloj de Pisa, solidaridad latina, le mira irado, y lo dice, “se merece la victoria, arrancó muy fuerte, felicitaciones”. Y Nairo, otro ganador de Giro, conquistador de Dolomitas y nieves, ha estado en fuga y ha sido cazado, y solo tiene una palabra, y la exclama: “¡Latinoamérica!”.

Después Nairo, pionero este siglo de Colombia en el Tour, en el Giro, en la Vuelta, entre los campeones, se lanza a abrazar y a besar, y a arrullar, casi colgándose del cuello, rosa por el esfuerzo, rosa como su maglia, su culotte y su casco, al líder mexicano Isaac del Toro, que, llegando a la meta 10s más tarde que Carapaz, intenta frenar y no puede en la disputa del sprint por la segunda plaza, tal es su exuberancia, su vigor, y mira para atrás, buscando a Juan Ayuso al que ve lejos, y levanta el pie y todo, pero no puede evitar ser segundo y llevarse 6s de bonificación, y ya aventaja en 31s a su compañero y líder, y amigo. Es difícil seguirle el ritmo, entrar en su cabeza, tan única, como la de cualquier campeón, y parece Pogacar, siempre en cabeza, como los campeones de verdad, y cuando intenta contrariar un ataque de Egan a 100 kilómetros, tan luminosa su figura rosa, tan ágil; y luego se tiene que frenar cuando, tras Carapaz atacante, salta del grupo para perseguirle solo. “Tengo que aprender a calmarme y escuchar a los compañeros veteranos”, dice. “Sabía que iba a atacar Carapaz, pero no quería ser el primero en lanzarme, y cuando vi que estaban aumentando la distancia yo solo quería llegar rápido a él, pero no veía a mis compañeros en buena posición, así que decidí esperar con ellos e intentar remontar todos juntos”.
Faltan nueve kilómetros para la meta. Pedalea Carapaz a la antigua, desarrollo tremendo, manos bajas, culo arriba. Un ataque seco, seco, de los que solo el ecuatoriano conoce la fórmula, y sus piernas de dinamita, como el que le llevó a la victoria, un chaval desconocido entonces, en su primer Giro en Montevergine 18, o los dos del 19, su Giro victorioso, en Frascati, donde sentó a Roglic, y en el Valle de Aosta, donde solo pudieron quedársele mirando Roglic y Nibali. Nadie puede acercársele. Carapaz no recuerda cuál fue su última victoria —“hace tanto”, dice, y sin embargo no es tanto, nueve meses desde la etapa del Tour en Superdevoluy, y un maillot de lunares—, pero, mientras su pasado habla por él, él piensa en el futuro. “Tenemos grandes oponentes”, dice el campeón olímpico de Tokio (ante Pogacar y van Aert, tras él en el podio), ya sexto en la general a 1m 56s de Del Toro. “Y, bueno, yo quiero intentar ganar el Giro hasta el final. No dejaré de lucharlo hasta el día que lleguemos a Roma”.
En la subida tremenda al pueblo de San Pellegrino in Alpe, el Giro se hace contrapunto, una línea juvenil y nerviosa, tanta ambición, tanta ansiedad, Del Toro, Juan Ayuso, Tiberi, 21, 22, 23 años, y, armónicamente ligada en la ascensión, tendiendo hacia el drama, una línea adulta y sabia, Pello Bilbao, Nairo y Poels, 35, 35 y 37 años, en la fuga, y solo falta Mikel Landa para que la imaginación se dispare, cuánto nos falta el vasco que se rompió la espalda en Tirana cuando llega la montaña que llama a los escaladores y a la fantasía. Quedan más de 90 kilómetros. Los jóvenes no dejan que la fuga crezca sin saber que con ellos viaja el viejo más sabio y más fuerte, Carapaz; los viejos solo pueden seguir adelante.
El equilibrio, la armonía, lo rompe, disruptivo, Mads Pedersen, un fenómeno danés e inclasificable que no tiene edad ni más amor que a una independencia con desprecio a las consecuencias que algunos llaman la locura. Cuando la fuga es imposible, pasadas casi dos horas, él consigue que le sigan 50, y de esa multitud surgió la excelencia. Cuando Nairo y amigos parecía que podrían llegar solos, Pedersen, su maglia de ciclamen ya oscurecida por el sudor, consigue reducir a medio minuto su ventaja para dejárselo en bandeja a los más grandes, para que su Ciccone aproveche. Después, levanta el pie y, como movido por una misma señal nerviosa, inmediatamente el pelotón se abre por la mitad como se abrieron las aguas del mar Rojo para sepultar a los malvados egipcios del faraón, y le dejan retroceder sin molestarle, casi como un pasillo de honor. “Hola, Mads, has corrido como un man (loco)”, le dice, juego gracioso de palabra, el periodista al danés. Y él responde con una sonrisa sincera, pues el esfuerzo inútil no le conduce a la melancolía a gente como él, sino a la felicidad. “Qué desastre, salí a buscar puntos sin darme cuenta de que siempre había gente delante que se llevaba las metas volantes. Y luego tuve que llevar adelante a Ciccone… Fue horrible tener que subir puertos delante con la gente de la general. Peso mucho para eso… menos mal que no lo tengo que hacer todos los días”.
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