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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una visión esperanzadora del futuro

Las crisis son como bisagras de una puerta que nos hacen pasar de una habitación a otra de la historia

NEGOCIOS 18/05/2025 LAB 01
Antón Costas

Estoy abrumado, como imagino que le ocurrirá a la mayoría, por la ola de fatalismo que recorre nuestras sociedades: el fin del progreso, dado que los hijos vivirán peor que sus padres; el final del Estado social, como consecuencia del aumento de la esperanza de vida y de la caída de la natalidad; la muerte de la civilización liberal a manos de las redes sociales; el fin del trabajo, debido a que la inteligencia artificial (IA) y los robots acabarán con el empleo; la muerte del planeta Tierra, como consecuencia del cambio climático; la decadencia de Europa, ante el empuje de China y Estados Unidos.

Estas visiones apocalípticas sobre el futuro producen desesperanza y miedo. Y favorecen las opciones políticas totalitarias, que ofrecen seguridad frente a este futuro incierto a cambio de suprimir los derechos y libertades cívicas.

¿De qué se alimentan estas visiones apocalípticas? Su caldo de cultivo es la pérdida de buenos empleos de clase media coincidiendo con la hiperglobalización y la desindustrialización desde la década de los noventa. Comunidades antes prósperas se han visto arrastradas a la miseria y el miedo. Este es el desencadenante del resentimiento y la rabia social, de la crisis del capitalismo democrático y de la deriva totalitaria de las democracias liberales. A este caldo de cultivo se ha venido a añadir el miedo a que el cambio tecnológico asociado a la IA y la transición verde provoquen aún más desempleo y pérdida de prosperidad.

Estos pronósticos fatalistas se basan en un error de razonamiento. Los pesimistas pronostican el futuro como lo hace la IA: apoyándose sólo en datos del pasado. No tienen en cuenta la posibilidad de que esas tendencias fatalistas cambien gracias a la capacidad humana de enfrentarse de forma innovadora a las situaciones de incertidumbre. A los pesimistas les sucede lo que a la IA, que en realidad es muy tonta: no incorporan el posibilismo de pensar que lo malo puede acabar trayendo lo bueno.

¿No es posible pensar una visión esperanzadora del futuro? Pienso que sí. Pero antes descartemos una falsa visión esperanzadora: la “tecnooptimista”, que sostiene que los problemas de la humanidad acabarán siendo resueltos por la tecnología. Contra esta visión alertó a principios del siglo pasado Bertrand Russell. A comienzos de este siglo hizo una advertencia similar el filósofo John Gray: “La lección que debemos aprender del siglo que acaba de concluir es que los seres humanos no emplean el poder de la ciencia para construir un mundo nuevo, sino para reproducir el antiguo (aunque a veces, eso sí, de formas novedosamente espantosas). Esto no hace más que confirmar una verdad conocida en el pasado, pero prohibida hoy en día: el saber no nos hace libres”. (Contra el progreso y otras ilusiones, 2004). Daron Acemoglu y Simon Johnson, premios Nobel 2024, acaban de escribir un libro “para explicar que el progreso nunca es un proceso automático (…). El progreso actual, una vez más, está enriqueciendo a un grupo muy reducido de emprendedores e inversores, mientras que la mayoría de la población obtiene escasos beneficios y carece de poder de decisión”. (Poder y progreso. Nuestra lucha milenaria por la tecnología y la prosperidad, 2023).

¿En qué podemos apoyarnos para sostener una visión esperanzadora del futuro? En el posibilismo de pensar en la capacidad de la acción humana para transformar las crisis en momentos de cambio y de progreso. Las crisis son fenómenos culturales complejos que casi siempre vienen acompañados de connotaciones apocalípticas. Para nosotros la palabra apocalipsis evoca riesgo y destrucción; pero, en original griego, significa revelación, descubrimiento, momentos de disyuntiva y decisión. Las crisis son como bisagras de una puerta que nos hacen pasar de una habitación de la historia a otra.

De hecho, la historia nos ofrece ejemplos esperanzadores de la capacidad humana de activar energías de cambio y progreso durante las crisis. En los años cuarenta del siglo pasado, en medio de dos guerras mundiales y de la Gran Depresión, cuando se podía suponer que todo iría a peor, surgieron energías sociales y propuestas de políticas que cambiaron el mundo y abrieron las puertas al progreso. Es inspirador leer el discurso del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt en enero de 1941 sobre “las cuatro libertades”: de pensamiento, de religión, libertad para vivir sin miseria y libertad para vivir sin miedo. Fue el fundamento del new deal, el nuevo contrato social, que trajo buenos empleos, prosperidad compartida, clases medias y democracia.

Otro ejemplo actual y cercano es lo sucedido en la Unión Europea con la crisis de la covid. Cuando todo el mundo imaginaba que esa crisis humanitaria y económica desintegraría la UE, surgió un “momento hamiltoniano” —en referencia a Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro de Estados Unidos, quien en 1790 logró que el Gobierno federal asumiera las deudas contraídas por los Estados durante la guerra de Independencia, creando una deuda federal que dio lugar a la gran nación norteamericana— con la aprobación de los fondos Next Generation, financiados, por primera vez, con deuda europea.

Necesitamos construir un nuevo contrato social, tanto de ámbito estatal como europeo. Hay tres acciones prioritarias: en el ámbito de la predistribución, hay que acabar con la pobreza infantil y juvenil, algo que impulsará la innovación y la productividad; en el ámbito de la producción, hay que crear buenos empleos de clase media mediante el compromiso con la formación dual profesional y universitaria, una celestina capaz de emparejar la necesidad de muchas personas de tener buenos empleos con la necesidad de las empresas de tener buenos trabajadores; y, en el campo de la redistribución, hay que fomentar el a la vivienda, para facilitar la emancipación de los jóvenes, evitar el drenaje de los ingresos salariales y reducir la concentración de la riqueza.

Este contrato social tiene que apoyarse en un nuevo modelo de colaboración público-privado-social. Los tres son necesarios. Sin la presión de la sociedad no habrá cambio y progreso; sin el florecimiento del emprendimiento privado no hay innovación ni mejora de la productividad; y, sin el Estado no se podrán lograr transiciones digitales y verdes justas. Hay que abandonar anacrónicos prejuicios sobre el Estado. Recuerdo las sabias palabras del historiador David Landes: “La intervención del Estado recuerda a la niña pequeña que tenía un ricito en mitad de la frente: cuando se portaba bien, le sentaba a las mil maravillas; cuando se portaba mal, estaba feísima” (La riqueza y la pobreza de las naciones).

Es posible sostener una visión esperanzadora del futuro. No es cuestión de ser optimista, que también, sino de esperanza. Quizá nos ayuden unas palabras de Václav Havel, dramaturgo, escritor y primer presidente de la República Checa: “Desde luego, la esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, con independencia de cómo acabe saliendo”.

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