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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando se necesita un elefante muerto para entender la prehistoria

El gran libro de Gregory Curtis ‘Los pintores de las cavernas’ muestra que los científicos caminan a ciegas para entender el momento crucial de la humanidad

 de los leones, de unos 30.000 años de antigüedad, en la cueva de Chauvet.
Guillermo Altares

La elefanta Yoyo falleció en 2024 en el Zoo de Barcelona a los 54 años. Fue una elefanta extraordinariamente longeva —normalmente estos magníficos animales viven un máximo de 40 años en cautividad— y, además, su cuerpo prestó un último servicio a la ciencia. Un equipo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) había descubierto en Olduvai (Tanzania) herramientas de hueso de 1,5 millones de años, lo que demostró que los Homo erectus, antepasados del Homo sapiens, tenían una capacidad cognitiva muy superior a lo que se pensaba. Pero los descubrimientos no siempre son suficientes: los prehistoriadores tienen que recurrir a veces a la arqueología experimental, esto es, comprobar con los mismos materiales cómo se podría construir un determinado objeto, qué función podría tener y su eficacia. Por lo tanto, el equipo del CSIC necesitaba un elefante muerto para fabricar herramientas parecidas y probarlas.

El cadáver de la elefanta Yoyo había sido cedido por el Zoo al Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social (IPHES), en Tarragona, lo que permitió al equipo del CSIC recrear los mismos cuchillos que aquella especie del género Homo utilizó en África en los albores de la humanidad. En la maravillosa película sobre la gruta de Chauvet La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog, aparecen especialistas en construir y probar todo tipo de armas prehistóricas. Otros han recreado los pigmentos o las lámparas con grasa de reno que se pudieron utilizar en la profunda oscuridad de las cuevas para pintar.

Lo fascinante y, a la vez, la enorme dificultad que plantea la prehistoria es que los científicos siempre andan a ciegas: pueden clasificar, pero interpretar —sobre todo en el caso de lo que llamamos arte, aunque no sabemos en realidad cuál era su función social— resulta siempre muy arriesgado. Primero, por la carencia de cualquier documento que pueda ratificar una tesis y, segundo, porque un descubrimiento puede cambiar por completo la visión que se tenía del pasado remoto de la humanidad. La cueva de Chauvet, cuyo descubrimiento relata el documental de Herzog, desbarató en una mañana de la Navidad de 1994 todas las hipótesis que se tenían hasta el momento sobre el arte parietal en Europa al descubrirse pinturas de 30.000 años muchísimo más antiguas que todo el arte figurativo conocido hasta entonces —entre los leones de Chauvet y los bisontes de Altamira hay más distancia que entre la cueva cántabra y el Guernica—. Tercero, por una paradoja: que no hayamos encontrado algo no significa que no exista. “La ausencia de prueba no es una prueba”, repite a menudo la prehistoriadora y experta en neandertales Marylène Patou-Mathis. Cuando han pasado miles o incluso millones de años, es imposible medir lo que se ha perdido. Todos los científicos pensaban que era imposible que se hubiese producido un cruce entre neandertales y homo sapiens hasta que el ADN demostró que sí había ocurrido.

Reproducción de la cueva de Altamira, en Santillana del Mar.

Alianza Editorial acaba de reeditar un libro que cuenta todo esto de forma tan clara como entretenida: Los pintores de las cavernas. El misterio de los primeros artistas (traducción de Eugenia Vázquez Nacarino), de Gregory Curtis. Es un ensayo que merece muchísimo la pena. Curtis, un veterano periodista, cuenta la historia del descubrimiento del arte prehistórico en el siglo XIX y cómo ha ido cambiando la visión de los investigadores a lo largo de las décadas, desde los pioneros como el abate Henri Breuil o André Leroi-Gouran hasta Jean Clottes. También tiene un papel importante en el libro Marcelino Sanz de Sautola, el descubridor de Altamira en el siglo XIX, del que se burlaron sus contemporáneos pese a que tuvo la intuición genial que dio lugar a los estudios de la prehistoria: sí, era perfectamente posible que hace miles de años los seres humanos creasen obras de arte extraordinariamente sofisticadas. Pero, en un mundo donde queremos entenderlo todo, nos encontramos con una barrera infranqueable: no sabemos por qué hicieron esas pinturas, ni lo que significan, pese a que la emoción que provoca su belleza rompe todas las barreras del tiempo.

“Esto es frustrante para científicos y aficionados por igual, puesto que, como obras de arte, las pinturas logran comunicar directamente y con suma eficacia”, escribe Gregory Curtis en su ensayo. “Fueran cuales fuesen las razones culturales que movieron a los antiguos cazadores a pintar en las cuevas, los grandes artistas que había entre ellos se tomaron la molestia de crear pinturas de líneas elegantes, colorido sutil, perspectiva precisa y una sensación física de volumen. Los caballos de Lascaux, multicolores y estilizados; el orgullo de los leones a la caza con los ojos encendidos en Chauvet; y los bisontes pesados, si bien delicados y sinuosos, de Altamira y Font-de-Gaume son evidencias de que la belleza es de veras eterna”.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.
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