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Tribuna
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La sombra nos empuja

Ante su soledad en el mundo, Europa no tiene más remedio que armarse económica, cultural y militarmente

Bandera europea ante la sede la Comisión en Bruselas.
Antonio Rovira

Hemos entrado de lleno en el futuro y el mundo se ha convertido en un inmenso y revuelto campo de pelea en el que se han aliado el virus del fanatismo y la codicia, convirtiendo políticamente al planeta en un lugar vulgar, caótico y hostil. Y mientras el mundo va a su aire, las pequeñas democracias se muestran incapaces de seguir el paso y revolotean desesperadas. y languidecen. Ni siquiera tienen claro quiénes son sus enemigos, a quiénes hay que combatir, y, por lo tanto, tampoco saben por qué.

¿Quién es quién? El mundo político se disfraza. Ya no se ven a un lado los defensores de la democracia y al otro los déspotas que la combaten. En muchos lugares, los dirigentes demócratas, los oligarcas y tiranos, y los que pretenden serlo, comen en la misma mesa y duermen en la misma cama, mientras estos y sus amigos, con su repugnante tono profético, defienden la libertad de manera compatible con cualquier forma de servidumbre, utilizan las elecciones para ocultar y realizar más eficazmente sus fechorías, y justifican el pillaje, incluso las masacres, con amorosas palabras.

En fin, están convirtiendo la democracia en un sistema autoritario que ampara los abusos proclamando que estos van a ser abolidos. Incluso la inteligencia ha bajado los brazos y se ha puesto a su servicio, y, sin pestañear, aplican una Gleichschaltung ¿No debería esto perturbarnos? Según parece, tenemos que prepararnos para un conflicto largo. Una reacción antiglobalización de carácter autoritario y feudal, sin frentes definidos, con sus murallas y cruzadas contra los infieles, con un mercado fragmentado lleno de tensiones, gobernado por clanes y con la religión como pegamento.

Mirad cómo los grandes inquisidores vuelven a luchar por el recodo de un río, por la rectificación de las fronteras, por el control de las rutas comerciales y de las especies raras, como los príncipes medievales; y por el dominio del mundo, como los emperadores del Renacimiento. Mirad cómo presumen de la brutalidad, de la crueldad, del sufrimiento que provocan; son unos artesanos del terror y, como aquellos, lo exhiben para atemorizar, porque la finalidad de sus actuaciones es el impacto, el miedo, el estremecimiento que paraliza los corazones, las mentes y, finalmente, los cuerpos.

Es verdad que siempre ponemos más énfasis en los momentos de crisis que en las buenas situaciones, al igual que la enfermedad siempre se siente más que la salud, pero tampoco podemos engañarnos: estamos en una situación extremadamente vulnerable.Los cambios son tan grandes, tan acelerados que las antiguas melodías ya no sirven, y, desorientados, vamos de un extremo a otro, dando tumbos.

¿Qué pasará? No hay una crisis de valores, como repiten aquellos a los que les molesta que no se impongan los suyos, y tampoco es solo una crisis institucional lo que provoca esta sensación, de fragilidad, de vulnerabilidad de nuestras pequeñas sociedades democráticas con niveles de libertad y bienestar, que, sin embargo, son envidiados y codiciados por más de las tres cuartas partes del planeta.

Quizá sea una crisis de confianza en el futuro, de miedo a que nuestro Estado social no sea capaz de responder. Un pesimismo que, salvo para una minoría, no se basa en el conocimiento de las causas, sino más bien en una impresión, en una sensación de malestar, de inseguridad en buena medida artificialmente fabricada para agitar el demonio de la antipolítica, pero que, si no reaccionamos, puede llegar a provocar la derrota del pensamiento democrático.

Guardemos silencio un momento y pensemos en qué debemos hacer y decir para que muchos de nuestros jóvenes, incluso los que todavía no lo son, dejen de alimentar al verdugo y renuncien a conocer el mundo a través de la pared manipulada de su teléfono.

Qué podemos decirles para que comprueben las trágicas consecuencias de la devoción servil, de la obediencia incondicional al becerro de oro, y de seguir fielmente las órdenes de los mediocres caudillos a los que idolatran y que pretenden, sin decirlo, hacer saltar por los aires las instituciones y, con ellas, su libertad y su bienestar.

Cómo podemos mostrarles que la realidad y la verdad son plurales, imperfectas, oscuras, y que descubrirlas es un acto heroico, casi revolucionario. Que la línea recta miente, que no existe, y los objetivos totales y sin fisuras, tampoco. Que somos muy dúctiles y que, en un suspiro, el bien puede rendirse al mal y la razón a la locura.

Cómo podemos advertirles para que tengan cuidado con las ideas absolutas, porque el fanatismo consiste en exagerar los peligros para generar miedo y se contagia por o, por imitación, como un bostezo, y nos atrapa como una epidemia. El fanatismo no ite preguntas, mientras que, a la razón, laboriosamente, hay que encontrarla.

En fin, que nuestro viejo y gastado Estado de Derecho se ha quedado pequeño y no puede hacer mucho por sí solo, y únicamente le queda la alternativa de trabajar en grupo para afrontar los retos a los que se enfrenta, que son demasiado grandes, demasiado mundiales para un pequeño país. Pero ¿adónde ir? Porque no es la luz la que nos atrae, sino la sombra la que nos empuja. Quizá, sin saberlo, paso a paso, a pesar de todos nuestros miedos y dudas, estamos construyendo el sistema operativo de gobernanza democrática del siglo XXI: un nuevo soporte del poder político, compuesto, dúctil y, por ello, resistente, y seguramente más listo.

Una confederación de Estados que, para existir, no necesita generar entusiasmos, que su bandera no hechiza ni compite con la nuestra, y que su himno es una bella sinfonía, no una marcha. La Unión Europea no está hecha de sentimientos, no nace del recuerdo del Holocausto, ni se fortalece con homenajes a sus víctimas. No necesita crear un espacio uniforme; al revés, cuanta más Unión, más fuertes son los Estados que la integran, y más pensamos y sentimos nuestra singular pertenencia.

Y este nuevo régimen político, compuesto de más que de partes, con muchas sedes gobernadas en base al principio de subsidiariedad y, quizá, con diversos niveles internos de integración, no va a ser nuestra nueva patria ni un nuevo Estado, y no podemos exigirle que se comporte como si lo fuera. Al contrario, es la Unión Europea la que da una nueva vida a los Estados que ceden gran parte de su poder para seguir existiendo económica y democráticamente.

En fin, que Europa se ha quedado sola y está a la defensiva, y la fuerza del vértigo nos obliga a reforzarla, porque en estos momentos está afrontando un reto decisivo: demostrar que puede asegurar la independencia e integridad de sus , y sus libertades. Y para no entregarnos y convertirnos en siervos de uno de los grandes inquisidores, por muy difícil, costoso y complicado que sea, no tiene más remedio que armar y armarse cultural, económica y también militarmente, porque, para disuadir, primero hay que amenazar. Si eres fuerte, nadie te empuja. Este es el reto.

Nuestra ceguera y nuestra cobardía no pueden repetirse.

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