Mucha reforma para tan poca participación
La gran remodelación del sistema judicial mexicano nace lastrada por la movilización de solo el 13% del censo electoral


Las controvertidas elecciones judiciales en México celebradas este domingo han fallado ahí donde más esperanza concitaban entre sus organizadores: la participación popular. Apenas un 13% del censo acudió a votar en lo que fue la culminación de un proceso inédito: por primera vez en su historia, se ha elegido por voto popular a miles de jueces, magistrados y ministros de todas las instancias del poder judicial. La elección cierra una etapa vertiginosa en la vida institucional del país e inaugura otra igual de compleja: la de implementar una reforma judicial de enorme calado, sin ninguna experiencia previa a nivel mundial, y por tanto con resultados aún inciertos.
La participación, como se preveía, ha sido muy baja. Pese a la relevancia del proceso, la ciudadanía acudió a las urnas con escaso entusiasmo. Buena parte de ese desinterés recae en que para los más de 2.600 cargos se presentaban figuras totalmente desconocidas para la inmensa mayoría del electorado, y el diseño de las papeletas, con decenas de nombres por cada cargo, resultó abrumador para muchos votantes. Ni la campaña del oficialismo logró movilizar un apoyo masivo ni la oposición fue capaz de articular una alternativa convincente. El resultado es paradójico: un rediseño institucional profundo, nacido de una promesa electoral legítima, pero sin un respaldo social proporcional a su ambición.
El origen de esta reforma no se puede perder de vista. Fue uno de los principales objetivos del expresidente Andrés Manuel López Obrador, que no pudo sacarla adelante cuando la presentó al no tener mayoría suficiente en el Congreso. Solo el triunfo abrumador de su sucesora, Claudia Sheinbaum, que había reiterado siempre su apoyo a la reforma, permitió a su mentor aprobarla en el último mes de su gobierno. En ese sentido, el cumplimiento de esta promesa no es un capricho ni una improvisación, sino la continuación de un proyecto político que llegó al poder con el respaldo de millones de ciudadanos.
El respaldo electoral, sin embargo, no lo es todo. En una democracia, la legitimidad también se construye con participación, deliberación y consenso. Ninguno de esos elementos ha estado presente en este proceso. La reforma fue aprobada de forma acelerada por un Congreso controlado por el oficialismo, sin una discusión técnica sólida, sin incorporar las voces críticas de juristas, académicos o actores judiciales, y sin generar un debate público que involucrara a la ciudadanía. Se votó, sí. Pero no se discutió ampliamente. El sistema judicial arrastra vicios estructurales que no pueden seguir siendo ignorados, como la plaga de jueces que operan bajo amenazas o sobornos, en un país donde más del 90% de los delitos quedan impunes y donde miles de personas inocentes permanecen en prisión o esperan años por una sentencia. Pero una cosa es reconocer el problema y otra muy distinta es desmontar las garantías institucionales sin haber construido previamente una alternativa robusta.
Lo ocurrido este domingo deja un mensaje claro para México y para el mundo: demasiada reforma para tan poca participación. El reto ahora será evitar que esta transformación derive en una crisis mayor. El actual Gobierno tiene todavía el desafío de garantizar que esta nueva etapa no sacrifique la justicia en nombre de la democracia.
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