Una corriente de aire
No sabe uno qué hay detrás de los libros. Muchas veces no sabemos ni lo que tienen dentro


Hace tiempo, al sacar una novela de un estante de la librería, descubrí el cadáver de un moscardón. Debía de llevar ahí todo el invierno. Lo recogí con una hoja de papel y estuve un buen rato observándolo con la lupa. En el mundo de los insectos, dada su corpulencia moral, podría haber sido ministro, pongamos que ministro del Interior, incluso de Cultura. Lo digo en serio: parecía haber tenido grandes responsabilidades cuando estaba vivo. Me pregunté si las moscas eran moscas por falta de ambición o porque su naturaleza, aunque semejante a la de los moscardones, era distinta. Hice averiguaciones y comprendí que una mosca, por mucho que se esforzara, jamás podría llegar a ministra del Interior o de Cultura.
Lo observé tanto y tanto que me familiaricé con él y me dio pena tirarlo a la basura. No le hacía daño a nadie, así que volví a dejarlo donde estaba y respeté su intimidad introduciendo de nuevo la novela en su sitio. No sabe uno qué hay detrás de los libros. Muchas veces no sabemos ni lo que tienen dentro. Quiero decir que lees uno hoy y te quedas igual que antes de abrirlo. Lo coges dentro de un año, sin embargo, y te cambia la vida. Me pregunté si las novelas eran novelas por falta de ambición. ¿Podría una novela voluntariosa alcanzar la categoría de ensayo? Algunos autores aseguraban que sí, que una novela buena venía a ser un ensayo tonto, pero otros les asignaban naturalezas diferentes. No sé.
El caso es que me acostaba y me despertaba pensando en el moscardón, que se había convertido en una especie de fetiche al que otorgaba un poder simbólico desproporcionado con relación a su tamaño. Había algo simbólico en la entereza del difunto. Era un muerto con una voluntad férrea de fallecido. No aspiraba a nada más ni a nada menos. Se conformaba con su condición. Un día desapareció, quizá aspirado por una corriente interna de aire. Tal vez se desplazó a la zona del ensayo. O de la poesía.
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