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Los abuelos callan, los nietos deben recordar

Cuando un país reprime sus experiencias traumáticas, estas no desaparecen, sino que reaparecen en generaciones posteriores

Acto nazi en Buenos Aires para apoyar el Anschluss (anexión de Austria a Alemania) Archivo Luna Park

La semana pasada, funcionarios de la Corte Suprema de Justicia de Argentina encontraron, en el sótano de su sede en Buenos Aires, 12 de cajas con material de propaganda nazi y miles de libretas de afiliación al partido de Hitler desaparecidas hace 80 años. El descubrimiento es capital: solo en dos ocasiones —una a principios de los años cincuenta, durante el primer mandato de Perón; otra en 1996, bajo el Gobierno de Carlos Saúl Menem— Argentina convino investigar el ingreso y actividades de los nazis tras la Segunda Guerra Mundial. Y en ambos casos los archivos (donde habrían aparecido las fichas de Adolf Eichmann, Klaus Barbie o Josef Mengele, entre otros muchos) se perdieron tan pronto se organizaron las comisiones que iban a investigarlos.

En estas cajas seguro que hay —y si no, debería— información sobre mi abuelo. Mile Ravlić, también conocido como Milo de Bogetich, fue uno de esos ustachas —los temibles fascistas croatas, seguidores de Ante Pavelić, aliado nazi y responsable histórico de la muerte de entre 300.000 y 500.000 serbios, judíos, gitanos y opositores— que, tras escapar del campo de prisioneros austríaco de Klagenfurt, se las ingenió para llegar hasta Argentina y empezar una vida nueva. No le fue mal: terminó trabajando para dictaduras como la de Leónidas Trujillo —responsable del asesinato de más de 50.000 dominicanos—, fue estrecho colaborador de la CIA (muy solicitado para operaciones anticomunistas) e hizo carrera como hombre de confianza del presidente Perón, a quien custodió entre 1960 y 1972 durante su exilio en Madrid. Ravlić murió en Paraguay meses antes del derrocamiento de su amigo, el dictador Alfredo Stroessner, a finales de los ochenta. Cuando, en su lecho de muerte en un hospital de Asunción, a mi abuelo le preguntaron a quién se debía ar para informar de su defunción, él afirmó, parece que tajantemente, que no tenía familia ni descendencia. Si fue un acto de vanidad o un favor que nos liberaba a los que veníamos detrás —que prácticamente no sabíamos quién era— de herencias comprometedoras y represalias, eso no lo sabré nunca. Lo que sé es que esa gélida discreción de la que estuvo hecha buena parte de su vida se convirtió en mudo legado. Intuyo que es el mismo silencio sostenido por miles de personas que —en Argentina o los Balcanes, en Alemania o España—, tras terribles crímenes perpetrados por sus antepasados, se convirtieron en depositarias de una caja negra sin llave ni cerradura que nunca solicitaron. A ellos —a nosotros— nos tocó intuir, cuando no directamente conocer, una leyenda negra de la que era mejor no hablar.

Carl Jung, padre de la psicología analítica, planteó que cuando una generación reprime o no integra conscientemente sus experiencias traumáticas, estas no desaparecen, sino que se trasladan al inconsciente colectivo y reaparecen en generaciones posteriores, a menudo de forma simbólica, patológica o incluso socialmente disruptiva. Pero quien mejor verbalizó ese conflicto fue la sa Françoise Dolto, pediatra y psicoanalista lacaniana: “Lo que se calla en la primera generación, la segunda lo lleva en el cuerpo”. Esto es, los testigos callan y sus hijos buscan dar sentido —a menudo sin poder comunicarlo— a lo que no fue dicho. El silencio que dejan los crímenes de guerra cristaliza en un mismo fenómeno que, según el caso, puede tener dos caras: una es la memoria histórica; la otra, su reverso oscuro, es el olvido, igualmente histórico.

Unos aprietan los dientes y, en el anhelo de una reparación algo más que simbólica, reclaman el acto cauterizador de abrir las cunetas. Los otros dicen que para qué andarse con esas cosas: que el pasado no hay que removerlo, para qué tanta necrofilia. Como si fuera un pasatiempo agradable andar desenterrando esqueletos. El pasado hay que removerlo. A la tercera y sucesivas generaciones —de las que Françoise Dolto, fallecida en 1988 a los 80 años, no llegó a hablar—, nos corresponde la exhumación, por dolorosa que resulte. Hoy es necesaria como muro de contención contra histriónicos líderes de singular sadismo, (anti)políticos desalmados y tecnoligarcas multimillonarios que formulan esa visión del mundo inhumana que a muchos, cautivados por el brioso gif, les hace hasta gracia. A estos últimos, que en un porcentaje preocupante están creyendo que las dictaduras no son tan malas, puede tocarles mañana preguntarle a sus antepasados ausentes cómo no lo vieron venir y por qué no les avisaron de lo que era el autoritarismo, por qué no hicieron nada contra el exterminio de pueblos indefensos, cómo se les pudo ocurrir construir resorts vacacionales sobre gigantescas fosas comunes. Ábranse todas las cajas, empezando por esas que ya están siendo revisadas bajo estricta seguridad por el Supremo argentino y el Museo del Holocausto —avisen si se les puede ayudar con algo—; no hacerlo perpetuará ese incómodo silencio entre las generaciones venideras: traerá nuevas cajas que esconder en los sótanos de la vergüenza.

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