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tribuna
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Mili, de entrada, no

El coste político puede ser inaceptable para el gobernante que se atreva a reimplantar el servicio militar obligatorio

Acoso Sexual Fuerzas Armadas

Solo los que se dejan llevar por la nostalgia, convencidos de que cualquier tiempo pasado fue mejor, o, peor aún, los que carecen de imaginación para encontrar respuestas a los desafíos de hoy pueden creer que la reimplantación del servicio militar obligatorio (la mili) es una respuesta adecuada a las amenazas que afectan a nuestra seguridad. Sea como sea, arrastrados por la ola militarista que se va imponiendo en la Unión Europea, España va entrando también en un debate que hasta hace muy poco era inexistente.

Es evidente que el clima de seguridad continental se ha deteriorado notablemente —entre la amenaza que representa Rusia, las dudas sobre la cobertura estadounidense y el inquietante auge de opciones abiertamente antidemocráticas—, lo que nos obliga a replantear nuestros propios sistemas de seguridad y defensa. Pero si ya planes como el Readiness 2030 —basado fundamentalmente en esfuerzos nacionales, en lugar de comunitarios, y centrado únicamente en el componente militar e industrial, dejando de lado otros ámbitos de la seguridad y la necesidad de establecer un nuevo marco supranacional de toma de decisiones—resultan cuestionables, la idea de recuperar la mili es abiertamente extemporánea.

Lo es, en primer lugar, porque va a contracorriente del sentir generalizado de una sociedad como la española, con solo un 35% a favor de su regreso, tal como recogía este periódico. Eso supone que para el gobernante que se atreva a dar el paso de reimplantarla el coste político (es decir, electoral) puede ser inaceptable. Vivimos en una sociedad que los sociólogos han identificado hace tiempo como posheroica, con varias generaciones que afortunadamente no conocen la guerra ni muestran deseos de morir y matar por ningún tipo de bandera o ideología. Y aunque el clima de seguridad se hace cada vez más inestable, no parece que los españoles hayan interiorizado que su bienestar y su seguridad están en peligro inminente, tal como refleja el último Eurobarómetro al colocar a España como el país de la UE menos preocupado por su defensa.

Igualmente carece de sentido, como se ha propuesto en alguno de nuestros vecinos, volver al servicio militar obligatorio con la idea de recuperar los cuarteles como escuelas de ciudadanía para unas generaciones que parecerían haber perdido el sentido de pertenencia a una misma comunidad nacional, con derechos y deberes iguales para todos. Algo así supondría no solo reconocer el fracaso tanto de la familia como de la escuela y otras instancias como principales pilares conformadoras de ciudadanía, sino también desviar a los ejércitos de sus funciones primordiales.

Tampoco sería menor, evidentemente, el coste económico que supone detraer del mercado laboral a quienes deberían estar terminando sus estudios o incorporándose a sus primeros puestos de trabajo, salvo que se recurra a ese método para disimular las altas tasas de paro que sitúan a España como un caso preocupante en el exclusivo club de los países desarrollados. Dado que no se trataría de dar marcha atrás, haciendo desaparecer el modelo de fuerzas armadas profesionales, la mili llevaría inevitablemente acarreada un incremento presupuestario que variaría en función del número de reclutas que se pretenda llamar a filas en cada momento.

Pero es que, además, desde el punto de vista estrictamente militar esa medida sería un contrasentido. Por un lado, hace ya mucho que el poder de un ejército no se mide por el número de efectivos que acumula y un análisis somero de los conflictos bélicos registrados desde el final de la II Guerra Mundial muestra que raramente la victoria o la derrota se decide por el número de soldados en línea. En plena revolución de los asuntos militares, nada indica que en el futuro se vayan a necesitar masas de hombres (y de mujeres) en armas; más bien al contrario, el desarrollo tecnológico aplicado a la maquinaria militar apunta a contingentes más reducidos, en la medida en que muchas de las tareas que actualmente necesitan a seres humanos serán cubiertas por sistemas ya no solo automatizados sino incluso plenamente autónomos. En definitiva, más recursos humanos en armas no equivale a más poder militar.

Pero es que, siguiendo por esa misma línea, el empleo eficaz de esas armas solo se consigue tras un arduo y necesariamente prolongado proceso de años. De ahí que cuando se plantea una mili de apenas unos meses no haya más remedio que asumir que ese tiempo de instrucción no servirá para capacitar a esos soldados en el uso de las cada vez más sofisticadas armas y material militar, así como para interiorizar unos protocolos de actuación cada vez más complejos. Y de poco sirve argumentar que se trataría de personal para cubrir las plantillas de unidades de segunda línea, de carácter logístico o istrativo, cuando en buena medida muchas de esas funciones ya están externalizadas en los actuales ejércitos profesionales.

No nos confundamos. El servicio militar obligatorio fue en su día una conquista democrática que procuró terminar con los privilegios de clase. Pero hoy, volver a reinstaurarla sería un paso atrás, una carga socioeconómica improductiva y una señal de desorientación política sobre lo que conviene.

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