Morante, pura magia, a hombros por la Puerta Grande
El torero sevillano corta una oreja a cada uno de sus dos nobilísimos toros en un derroche de grandeza e inspiración que hechiza los tendidos de Las Ventas


La plaza de Las Ventas -cartel de “no hay billetes” en las taquillas- ha vivido una tarde de verdadera locura colectiva gracias a la inspiración de un artista inconmensurable llamado Morante de la Puebla que ha protagonizado dos lecciones de suma categoría artística con toros nobilísimos -inválido el segundo-, concebidos para la belleza.
Pasaban las nueve y media de la noche cuando cientos de jóvenes saltaron al ruedo para levantar en hombros a su ídolo como un paso de palio para que recibiera el homenaje de una plaza embrujada a los gritos solemnes de ‘torero, torero’. La Puerta Grande se abrió de par en par por vez primera en su larga carrera después de dictar dos lecciones de orfebrería taurina y cautivara a un público que en distintos momentos se sintió sobrecogido, cautivado y enajenado ante el embrujo mágico del artista.
Pero, qué pasó…
El primer instante de la corrida fue el anuncio de un derroche de armonía. Morante, vestido de negro, capote en las manos, espera en el tercio a su primer toro, colorado de capa, precioso de hechuras, cómodo de cara, que, no quiso saber nada del hombre que lo llamaba con voz silenciosa. La insistencia permitió que brotaran hasta cuatro verónicas, excelsas las dos últimas, un par de delantales y tres chicuelinas sencillamente perfectas. Y todo ello antes de que el animal acudiera al caballo y dejara alto el pabellón de su estirpe.
Un par de ayudados por alto, un molinete, otro invertido y el obligado de pecho dejaron clara la nobilísima clase del toro y la calidad de su lidiador. Tres derechazos extraordinarios, un cambio de manos, un largo natural, un trincherazo… confirmaron la infinita bondad de un toro que pronto dio síntomas de agotamiento final. Pero aún faltaban tres naturales grandes, ceñidos y hermosos antes de que Morante cobrara una estocada de efectos fulminantes y la plaza se llenara de pañuelos. La vuelta al ruedo fue eterna, lenta, solemne, con un torero sin prisa, sonriente, feliz, devolviendo prendas y sombreros, y guardando en el chaleco estampas y puros.
Y apareció el cuarto, y, al momento, las encendidas protestas del sector más exigente de la afición que consideraba que no tenía el trapío exigible en esta plaza. Huyó de los capotes, cumplió sin más en el caballo y esperó en banderillas. Crecieron las protestas y a los gritos de “miau, miau”, tomó Morante la muleta y el estoque y se acercó a su oponente. La duda era irresistible: ¿llevará la espada de verdad y acabará en un santiamén?
Pero, no. El maestro comenzó a estudiar la situación. El toro era, ciertamente, un inválido que echaba la cara arriba en cada viaje. Pero Morante lo acarició con la mirada, lo trató con mimo y lo convenció para que, juntos, establecieran una relación de deslumbrante concordia. Así, brotaron inesperadamente derechazos largos propios de un mago, y una segunda tanda con la misma mano de hondo trazo. Y cuando el animal estaba dispuesto a tirar la toalla, cuando la plaza entera andaba convencida de que la obra quedaría inacabada, Morante, nadie sabe cómo, dibujó tres naturales grandiosos, lentísimos, personalísimos, sublimes, rubricados con dos molinetes, invertido el segundo, que convirtieron la labor del torero en una obra gloriosa que permanecerá para siempre en la memoria de todos los presentes. La espada cayó muy baja, lo que no impidió que los tendidos pidieran mayoritariamente el trofeo que abría la Puerta Grande y entronizaba a Morante como artista mayor del reino.
Y así, como un torero histórico, salió a hombres después de enardecer a la masa y convertir su paso por la Feria de San Isidro en un acontecimiento inolvidable.
El triunfador de la tarde estuvo acompañado por dos jóvenes, Fernando Adrián y Borja Jiménez, que de una u otra manera, sufrieron las consecuencias de anunciarse a su lado.
Adrián salió dispuesto a no dejarse ganar la pelea. Quitó por gaoneras en el primer toro del más veterano, lanceó muy bien a la verónica en su primero, y se dejó la piel en la faena de muleta para estar a la altura. Tuvo delante el toro con más movilidad del festejo, y Adrián hizo lo que sabe, dar muchos muletazos, algunos largos y ligados que contaron con el beneplácito del respetable, aunque no alcanzaron la cota de lo ya visto. Aun así, unas bernadinas muy ceñidas le permitieron pasear una merecida oreja. De rodillas, con dos faroles en el tercio, recibió al quinto, y del mismo modo comenzó con la muleta, pero, primero, la plaza aún estaba soñando con los naturales de Morante, y, después, el toro se apagó demasiado pronto y lo mató de manera infamante.
Y Borja Jiménez no ha tenido su tarde. Se lució en un extraordinario quite por chicuelinas con las manos muy bajas en el segundo toro de la tarde, lanceó con muy buen gusto a la verónica clásica a su primero y se esforzó como es habitual en este torero con sus dos oponentes; ninguno de los dos le respondió, apagados y sin vida. Y, después, lo peor: a los dos los mató muy mal.
Largo tiempo después de que finalizara la corrida aún sonaban en el ambiente los ecos de la multitud: ¡José Antonio! ¡Morante de la Puebla!... Y la memoria de la tarde de hoy será, sin duda, duradera, muy duradera… El arte es así, imperecedero.
Domecq/Morante, Adrián, Jiménez
Toros de Juan Pedro Domecq, correctos de presentación, bravos en los caballos, nobilísimos y con las fuerzas muy justas y desfondados en el tercio final; inválido el cuarto.
Morante de la Puebla: estocada (oreja); estocaba baja (oreja). Salió a hombros por la Puerta Grande.
Fernando Adrián: casi entera (oreja); metisaca en los bajos (silencio).
Borja Jiménez: tres pinchazos _aviso_ y el toro se echa (silencio); cinco pinchazos y estocada (silencio).
Plaza de Las Ventas. 7 de junio. Vigésimo séptima corrida de la Feria de San Isidro. Corrida de Beneficencia. Lleno de ‘no hay billetes’ (22.964 espectadores, según la empresa).
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