window.arcIdentityApiOrigin = "https://publicapi.elpais.diariodomt.com";window.arcSalesApiOrigin = "https://publicapi.elpais.diariodomt.com";window.arcUrl = "/subscriptions";if (false || window.location.pathname.indexOf('/pf/') === 0) { window.arcUrl = "/pf" + window.arcUrl + "?_website=el-pais"; }Centenario de James Salter: el aviador que aterrizó en el corazón humano | Cultura | EL PAÍSp{margin:0 0 2rem var(--grid-8-1-column-content-gap)}}@media (min-width: 1310px){.x-f .x_w,.tpl-noads .x .x_w{padding-left:3.4375rem;padding-right:3.4375rem}}@media (min-width: 89.9375em){.a .a_e-o .a_e_m .a_e_m .a_m_w,.a .a_e-r .a_e_m .a_e_m .a_m_w{margin:0 auto}}@media (max-width: 35.98em){._g-xs-none{display:block}.cg_f time .x_e_s:last-child{display:none}.scr-hdr__team.is-local .scr-hdr__team__wr{align-items:flex-start}.scr-hdr__team.is-visitor .scr-hdr__team__wr{align-items:flex-end}.scr-hdr__scr.is-ingame .scr-hdr__info:before{content:"";display:block;width:.75rem;height:.3125rem;background:#111;position:absolute;top:30px}}@media (max-width: 47.98em){.btn-xs{padding:.125rem .5rem .0625rem}.x .btn-u{border-radius:100%;width:2rem;height:2rem}.x-nf.x-p .ep_l{grid-column:2/4}.x-nf.x-p .x_u{grid-column:4/5}.tpl-h-el-pais .btn-xpr{display:inline-flex}.tpl-h-el-pais .btn-xpr+a{display:none}.tpl-h-el-pais .x-nf.x-p .x_ep{display:flex}.tpl-h-el-pais .x-nf.x-p .x_u .btn-2{display:inline-flex}.tpl-ad-bd{margin-left:.625rem;margin-right:.625rem}.tpl-ad-bd .ad-nstd-bd{height:3.125rem;background:#fff}.tpl-ad-bd ._g-o{padding-left:.625rem;padding-right:.625rem}.a_k_tp_b{position:relative}.a_k_tp_b:hover:before{background-color:#fff;content:"\a0";display:block;height:1.0625rem;position:absolute;top:1.375rem;transform:rotate(128deg) skew(-15deg);width:.9375rem;box-shadow:-2px 2px 2px #00000017;border-radius:.125rem;z-index:10}} Ir al contenido
_
_
_
_
EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Centenario de James Salter: el aviador que aterrizó en el corazón humano

Aunque uno haya llegado al escritor por sus historias de pilotos, como ‘Los cazadores’ o ‘Cassada’, nada conmueve tanto como su forma de diseccionar las relaciones amorosas

El escritor James Salter retratado en 1999 en París.
Jacinto Antón

Me ha parecido que una buena forma de celebrar el centenario de James Salter, que se cumple el 10 de junio, era leerme No guardar nada, la miscelánea de textos del escritor que reunió y publicó en 2017 su viuda Kay Eldredge Salter y que ha editado este marzo Salamandra. Salter (aic, Nueva Jersey, 1925), murió en 2015 a los 90 años y su mujer se encontró con que pese a que él aconsejaba no guardar nada, lo guardaba todo y, tras su muerte, no dejaban de aparecer por su casa cajas y cajas con papeles. De ahí surgió la idea del título del libro que agrupa “lo mejor de la no ficción de Jim, artículos, ensayos y reseñas publicados individualmente [en People, Esquire, The Paris Review, The New Yorker, etcétera] pero que nunca se han recopilado en un solo volumen hasta ahora”. Me leí primero los relacionados con la aviación, que fue lo que originalmente me llevó a Salter: le descubrí con su novela Los cazadores, ambientada en la lucha aérea en la guerra de Corea, donde combatió como piloto de caza a reacción (luego vinieron Cassada, que me regaló dedicada él mismo; los textos aeronáuticos de Gods of tin, y sus memorias Quemar los días).

En No guardar nada (traducción de Aurora Echevarría) hay un texto que se titula La cabeza fría: “Como piloto estuve a punto de morir dos veces, una en un espectacular accidente de entrenamiento y la segunda en combate en Corea, aunque curiosamente no a manos del enemigo. Fue el propio avión el que casi me mata. Era un F-86, un Sabre, el primer caza de ala en flecha y, en aquel momento, el mejor que teníamos”. Fue empezar a leer y quedar ya subyugado de nuevo por la escritura de Salter, que en otro pasaje del artículo dice: “El miedo es más probable y evidente cuando vemos al enemigo volverse hacia nosotros a lo lejos y en gran número. Nos ven y vienen a matarnos. Cualquiera puede experimentar miedo. Nos sacudía cuando los Mig se colocaban detrás de nosotros y disparaban, y a veces, entre misión y misión, sentía un miedo latente que no estaba justificado, pero enseguida daba paso a las preocupaciones normales. La cuestión es seguir adelante”.

James Salter durante sus años de aviador.

Nadie —Ni Saint-Exupéry, ni Beryl Markham, ni Cecil Lewis— ha escrito sobre aviones y pilotos como Salter. Tuve el privilegio de pasar una tarde con él hablando del tema, a la que siguió una correspondencia de pequeños sobres blancos que atesoro como si fueran plumas de Ícaro. Le hizo gracia que bajo la influencia de Los cazadores yo fuera en Pekín al Museo de la aviación para ver sus Mig; y le interesaba mucho la experiencia de mi abuelo como piloto naval embarcado en el portahidros Dédalo, y que el nieto padeciera de miedo a volar (le recordaba a algunos colegas que en Corea no podían seguir adelante, “vivían con sus propias pesadillas, insomnio y vergüenza oculta”). Desgraciadamente, no pude contarle mi redención (¿pasajera?) y mi visita al portaviones USS Truman en el Golfo Pérsico durante las acciones contra el Isis en Siria y en el curso de la cual monté azarosamente en un Grumman C-2 A Greyhound y en un helicóptero Seahawk (ahí o se te pasa la fobia o mueres). La lectura de Salter me había preparado para apreciar —probablemente más de lo que merece la experiencia real— el esplendor letal de los F-18 Hornet y Súper Hornet, el valor, la destreza y el control de los pilotos. “En lo más profundo de mi ser sigue grabada esa ética, largamente inculcada y bien recordada; no perder los nervios, o al menos que parezca que no los pierdes. Como decían los chicos de la playa en Hawái: ‘Lo importante es mantener la cabeza fría’”.

Los aviones salen también en otros textos de No guardar nada: cuando escribe de los acontecimientos de su vida —Falsedades apasionadas— o cuando lo hace de D’Annunzio —“voló por primera vez en 1909 con Glenn Curtis; según dijo, experimentó un éxtasis solo comparable a las sensaciones más puras del arte y del amor”— . En la colección póstuma de Salter, que dejó las Fuerzas Aéreas para ser escritor a tiempo completo, aparecen otros de sus intereses como París (y La Coupole y el Deux Magots), Aspen, la escritura y los escritores —cuenta cómo entrevistó a Nabokov (“yo no soy famoso, la famosa era Lolita”) y a Graham Greene (explica que este dejó de leer a Conrad por lo mucho que le influenciaba)—; tienen cabida también dos de sus pasiones, el esquí (escribió el guion de El descenso de la muerte, con Robert Redford), y la escalada (tiene la novela de alpinismo Solo faces, escrita a raíz de otro guion). Es la única persona que puede citar a Emerson hablando de un escalador en Yosemite (“el hombre es su propia estrella”) o a Auden describiendo a Ingemar Stenmark (“los blancos Alpes resplandecían, él estaba encantado”). O escribir: “Por encima de todo, la escalada es honesta. En su esencia está el honor”.

James Salter, en Barcelona en noviembre de 2007.

La recopilación es muy variada y puedes encontrar cosas tan inesperadas como que en Bolonia se conocen los distintos tipos de felación con los nombres de diferentes pastas, o las seis reglas para ser el huésped de fin de semana ideal: “Nunca llegues demasiado temprano, llevar a la anfitriona un regalo que le guste, estar a solas al menos tres horas al día, jugar a todos sus juegos, no acostarse en la cama equivocada, e irse a tiempo”. Hay asimismo muchos detalles personales. Me ha emocionado ver que él también tenía devoción por Horacio Cocles, el heroico defensor del puente Sublicio, y que su padre le dio un dólar por aprenderse el If de Kipling.

Con todo, en No guardar nada lo más interesante son los textos que aparecen bajo los epígrafes “hombres y mujeres” y “la vida” en los que Salter relata ciertos episodios amorosos de su existencia (algunos ya aparecían en Quemar los días). Como la relación con Ilena, la amoral actriz vocacional amante de Farouk y de John Huston a la que conoce en Roma y con la que mantiene una relación tórrida. Con el tiempo, he pasado a interesarme más por esa parte de la escritura de Salter que, incluso, por la de los aviones. Me apasiona su disección de las relaciones sentimentales y la forma en que describe —con esa prosa deslumbrante de puro sobria y exacta— los vaivenes del corazón humano. Salter pasó de disfrutar de la notoriedad de héroe militar a buscar el reconocimiento social como atractivo hombre de mundo y escritor. Su necesidad de gustar y de codearse con la alta sociedad —ese universo de dinero y autocomplacencia que le fascinaba y le encandilaba— y las celebridades, de estar en el meollo, vamos, recuerda, además de a Scott Fitgerald y su Jay Gatsby, a Patrick Leigh Fermor, que también usó su glamour de ex soldado y aventurero y para el que, asimismo, las relaciones amorosas (y su variabilidad) eran esenciales. Robert Phelps, con el que se carteó Salter (Memorable days), lo describió como “el escritor más romántico que tenemos”, y, añade el crítico Michael Dirda en el prólogo de esa correspondencia, “quizá el más erótico y desgarrador, también”. Esa conjunción de explicar los brillos y placeres del amor, esos momentos únicos de resplandor y gloria por los que merece la pena estar vivo —como nos dice Salter— con la inevitabilidad de la desilusión y la pérdida, es probablemente lo mejor del escritor.

Fotograma de 'Three', la película que James Salter dirigió en 1969.

Lo que nos lleva a Todo lo que hay, la última novela de Salter (Salamandra, traducción de Eduardo Jordà), en la que se sublima lo dicho. Está protagonizada por ese Philip Bowman que es un alter ego suyo y que regresa, aureolado, de combatir en la Segunda Guerra Mundial (el autor arranca inesperadamente con la batalla de Okinawa, los kamikaze y el hundimiento del Yamato). Seguimos a Bowman en su ascenso como editor y en el mundo social neoyorkino paralelo a sus relaciones amorosas, Vivian (“aquello era amor, el horno al que se arrojan todas las cosas”), Enid (“estaba hechizado por su perfil, su radiante sonrisa, su desnudez, por la espléndida ropa que llevaba en un mundo privilegiado y remoto”), Christine, que le traiciona y él se toma el desquite seduciendo a su hija… Salter describe momentos cegadores de deseo (“nunca podría tener nada igual entre las manos, hicieron el amor como si estuvieran perpetrando un crimen, ella temblaba como un árbol a punto de ser derribado”) y otros de ruptura que cortan como el cristal: “Estaba perdiéndola y no podía evitarlo”. “De repente se había convertido en una extraña. Él sabía que debía intentar comprender, pero solo sintió rabia. Sabía que estaba siendo insensible, pero no podía remediarlo. Se quedó allí de mala gana, desvelado, la ciudad, oscura y rutilante, parecía hueca. La misma pareja, la misma cama, y, sin embargo, ya nada era igual”.

El esplendor y la noche que se precipita para devastarnos, el amor y su desintegración; lo que hemos vivido: Salter.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad , así podrás añadir otro . Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_