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Reforma Laboral en Colombia
Tribuna
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Reforma laboral: desmontando la teología neoliberal

Colombia necesita discutir a fondo sobre empleo e informalidad, pero no a partir de los dogmas de una doctrina que devino en teología, sino de la realidad nacional de las últimas tres décadas

Un hombre lee un folleto sobre la reforma laboral en la Plaza de Bolívar de Bogotá, en 2023.

Hundida la Consulta Popular en el Senado, los sectores más opuestos a los cambios que propone el presidente Gustavo Petro se concentran en impedir la aprobación de la reforma laboral. Sectores “contrarreformistas”, que creen que el proyecto de ley destruirá “600.000 empleados” (sic), tal cual lo afirma el exministro Juan Carlos Echeverry en su artículo Reformas y Revoluciones, quien sostiene que la iniciativa es una contrarreforma a lo que él no pudo materializar en la istración de Andrés Pastrana (1998-02) y sí pudieron otros con Álvaro Uribe (2002-10).

Echeverry es uno de los economistas mejor formados y con una trayectoria brillante (Planeación Nacional, Ministerio de Hacienda y presidencia de Ecopetrol). Sin embargo, su apego a la ortodoxia, le impide pensar por fuera de la caja y lo condena a insistir en una vieja receta, pese a la evidencia de su fracaso.

Que paguen los trabajadores

La reforma de Uribe se materializó con la Ley 789 de 2002, que estipuló que la jornada diurna de trabajo iba desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche (en la zona ecuatorial oscurece a las seis). Cambió así el decreto legislativo 2663 de 1950 (expedido bajo un régimen de estado de sitio), que determinaba que el trabajo diurno terminaba a las seis de la tarde. Quienes trabajaban en horario nocturno dejaron de percibir el recargo equivalente al 35% de su salario. La cosa no paró ahí: los trabajadores también dejaron de recibir recargo por el trabajo dominical y en días festivos. Esas políticas de Uribe, que tan feliz hicieron al establishment económico, descargaron los costos sobre los trabajadores. La lógica subyacente era que, para combatir el desempleo, había que abaratar los salarios, precarizar el empleo y facilitar el despido.

Un parágrafo de la Ley 789 disponía: “Transcurridos dos años de la vigencia de la presente Ley, la Comisión de Seguimiento y Verificación aquí establecida presentará una completa evaluación de sus resultados. En ese momento, el Gobierno Nacional presentará al Congreso un proyecto de ley que modifique o derogue las disposiciones que no hayan logrado efectos prácticos para la generación de empleo”. Un estudio de la Universidad de los Andes, dirigido por Alejandro Gaviria (2004), concluyó que “los efectos sobre la generación de empleo y sobre la formalización del empleo fueron inferiores a lo esperado” y que “los programas de apoyo al desempleado y de estímulo a la generación de empleo no han funcionado”. Nunca enmendaron su error. Juan Manuel Santos (2010-18) lo intentó y apenas consiguió que la jornada diurna fuese hasta las nueve de la noche.

La contrarreforma no generó más empleo ni logró combatir la informalidad. Han pasado 25 años. En Colombia hay casi 23 millones de personas desempeñando alguna actividad económica; 10,8 millones son formales y cerca de 13 millones informales, que no gozan de garantías sociales y que, en muchos casos, ganan menos del salario mínimo. En las principales ciudades pulula la venta ambulante y la economía sumergida. Cientos de miles de colombianos se lanzan a la calle a vender arepas, buñuelos, empanadas, café, jugo de naranja o baratijas chinas que ingresan al país de contrabando, aunque en muchos casos tengan ropaje legal. Es el contrabando técnico, a través del cual se lavan millones de dólares provenientes del narcotráfico y otras actividades ilícitas.

En el sector rural la tasa de informalidad es aún mayor. Según un informe del Departamento istrativo Nacional de Estadística (DANE), en los centros poblados y rurales ésta alcanza el 83,2%. Eso significa que, de los 4,8 millones de trabajadores del campo, más de cuatro millones son informales.

La oposición a la reforma

Los críticos de la Reforma sostienen que no ataca la informalidad, y pueden tener razón. El punto es que no está pensada para eso. Su propósito es promover el trabajo digno y decente, modificar el Código Sustantivo del Trabajo y las leyes 50 de 1990 y 789 de 2002. Busca garantizar el derecho de asociación, de afiliación sindical y la negociación colectiva; abolir el trabajo infantil; y regular la tercerización laboral y el abuso de los contratos temporales que se vuelven perpetuos. En síntesis, pretende llevar a la práctica los derechos fundamentales contenidos en los convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Está orientada a demoler el dogma de la precarización del empleo.

La precarización —eufemísticamente llamada “flexibilización”— ha llegado a niveles tales que muchas personas prefieren abandonar los empleos para irse a la informalidad, donde pueden obtener mayores ingresos y, además, gozar de subsidios como los del Sisbén, aunque no coticen para pensión. Las políticas adoptadas por casi todos los gobiernos latinoamericanos para enfrentar el desempleo y la informalidad se ciñeron a la visión neoliberal, que parte de la hipótesis de que los mercados laborales no funcionan por sus propias rigideces. A partir del Consenso de Washington, los gobiernos impusieron medidas de flexibilización.

En 2007, el DANE, bajo la dirección de Ernesto Rojas Morales, publicó un informe que afirmaba que la economía estaba creciendo, pero al mismo tiempo aumentaba el desempleo. Un razonamiento incomprensible para el Gobierno, la ANDI y la tecnocracia. El supuesto dogmático era que un mayor crecimiento conducía automáticamente a mayor empleo, algo refutado por la realidad no solo en Colombia, sino en muchos otros países. La directora de Planeación Nacional de la época quiso que Rojas modificara su informe y la relación se tornó insostenible, lo que condujo a la salida de éste. El debate terminó sin tan siquiera empezar.

Colombia necesita discutir a fondo sobre empleo e informalidad, pero no a partir de los dogmas de una doctrina que devino en teología, sino de la realidad nacional de las últimas tres décadas. Mucho ayudaría que los obispos y acólitos de esta religión hicieran una autocrítica, en lugar de tratar de convencernos de que el problema del país se llama Gustavo Petro.

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